La noche se traga todas las tormentas, todos los dolores, todas las batallas…La noche nos acecha con osada maña; ávida, temeraria; desenrolla su lengua filuda, lengua anura tanteando la muesca rosada, lengua reptil atizando nuestros más íntimos rescoldos. Es la noche que prueba en las cuerdas flojas, la noche que nos afina, que invade las calles, que invade las veredas, los muros, las esquinas, los bares, las ventanas; que vacía el deseo en el centro raquídeo deshaciéndonos. Es la noche que explota, que se enciende de sueños, de queja, de besos, de antojo, de llantos, de silencio; de placer. Es la noche que nos llama estentórea, soprano, viril; andrógina, hacia la búsqueda de un número masónico. Número que aparece tímidamente al lado de una puertita descolorida en una calle del centro de la ciudad. Aquí no hay destino cifrado, se trata de un número cualquiera en una calle cualquiera a la derecha de una puerta de casona antigua, mutada en tienda comercial en el primer piso, y transfigurada más allá de la estrecha escalera que zigzagea hacia el tercer piso, que nos encuentra atestados en los escalones, en el rellano, en las cornisas de las ventanas, en un pequeño salón donde un muchacho con nerviosismo culpable revisa tu nombre en la lista de reservaciones. Es desagradable el nerviosismo de este muchacho, innoble con los pantalones de negro cuero, ajustados con una cadena, y con el acorazado pecho de tachuelas plateadas, innoble con su pinta de tipo duro. Pero que importa el dedo delicado del anfitrión que cuenta las monedas para darte vuelto y que además, te da, didáctico, un plano de los servicios ofrecidos por cada ficha que compras; que importa que el invierno se haya diluido en este cubículo de colmena, que se hayan delatado caras pálidas en este verano artificial; que se cuelen sonrisas insinuantes, llamadas ansiosas, niñas de negro elegante con balerinas delicadas, botas taco aguja y perlas falsas, chicos de cultura porno, o de gran ignorancia en el asunto. Cada uno espera su turno al llamado, mientras atisban con mirada ansiosa el anuncio de bienvenida de coloridas lucecitas que titilan sobre los caracteres: OpEn.
Muñequitalinda nos recibe perfectamente dispuesta desde su alto estrado; y aunque una muchacha en bata de seda se esfuerce en guiarnos con una grandilocuencia de director de circo, es ella quien ya nos ha atrapado con sus largas piernas, su minivestido de niña grande, sus ondulados cabellos electrizados; mueve las manos de su frágil figura, invitándonos. Cualquiera puede manejar sus controles; cualquiera puede encender las lucecitas de su cuerpo y tantear su sensibilidad: encender guirnaldas entre sus dedos, fulgores en su pecho, rielar su vientre, iridizar su pelvis. Muñequitalinda sonríe perfecta, blanca, delicada, accesible, sencilla. El guapo barman me entrega la lata de cerveza, quisiera también tener sus controles. Dos siluetas negras sentadas en un sofá cruzan las piernas, una acaricia un látigo entre sus manos y la otra acaricia melosamente sus curvas.
De pronto, el grupo desemboca en un cuarto precedido por una enfermera de dulce sonrisa que lleva una enorme jeringa sin aguja, con una sustancia blanca en su interior. Al fondo del salón, una mujer de pelo corto señala con una varita encendida las partes de una vulva gigante. Desprende una almohadita de seda rosa que saca levantando un capuchón de la parte superior de la vulva, la pasa por el público, pide a los hombres, a las mujeres, que la toquen, que la acaricien, que la besen, que la mimen, es su amiga el clítoris, dice, todos ríen, ríen; y ríen, luego, a los falos de plástico, a las vaginas de chocolate; ojeando un libro con fotos de vaginas sonrientes, renegonas, tímidas, descaradas, felices. El interés se repliega hacía la sala central donde la chica de la bata de seda presenta a dos mujeres de escotes desafiantes, son trabajadoras sexuales, dice con más sobriedad. Ellas empiezan a hablar, su voz es susurrante, tal vez tímida, aunque en el tono se revela una extraña mezcla de contrición y orgullo, que a los niñitos de universidad sabrá a antropología, a filosofía, a humanismo, a catarsis, a pura teoría, pura. Por una ficha pueden recibir su consejo o un masaje, informa el muchacho melindroso, el de las finanzas. Nos sentamos frente a una de ellas, si tenemos que ponerle un nombre la llamaremos Marta, Olga o María, es una puta, así quiere que le digan porque toda mujer tiene algo de puta, proclama, y nos habla de cómo besar las pelotas a nuestro hombre, de como volverlo loco hasta el final, de cómo primero tenemos que ver qué tipo de hombre es nuestro hombre - y esa pregunta nos vuelve a saber a antropología, a filosofía, a humanismo, a catarsis, a pura teoría, pura-.Si es un hijito de mamá muéstrale las tetas, dice, les encanta. Nos cuenta del beso negro y de más secretos, solo-por-el-valor-de-una-ficha. El tiempo se acabó- nos sonríe y nos despedimos con ganas de saber más de su vida que de sus secretos, con ganas de abrazarla y darle un beso y desearle pura, purita felicidad. Por el pasadizo que conduce al baño, la enfermera de sonrisa dulce da pencazos a un gorilón que padece con placer cada golpe. Nos invita a golpearlo, a flagelarlo, a abusar de él; la gente se intimida. Se trata de golpear a un gigante, de dar placer a un coloso, resulta difícil aceptar la impotencia.
En un cuartucho contiguo, Muñequitalinda esparce sus efluvios. Alguien activa la prístina mecánica de su existencia, un circuito arterial de iridiscencia, de lucecitas celestes, de consteladas exaltaciones. Me entregan sus controles, entonces ella estira sus largos dedos, estira sus brazos hacia mí. Trato de comprender la dinámica de su sistema vital determinado por cuatro botones, suficientes para existir, pruebo: se enciende su pecho, se alumbran las piernas, cimbrea la pelvis, …su excitación es inagotable, su vitalidad no tiene límite; me canso, se apacigua. Nadie quiere ocupar mi lugar. Muñequitalinda abiertas me mira melancólica desde el suelo con las piernas. Un muchacho ha entrado en la pieza, viste de terno, se saca delicadamente el saco, lo cuelga en el perchero; ella lo mira con atención, lo mira sacarse la corbata -se enciende su pecho-, lo mira desabotonar la camisa -afloja los dedos-, lo mira sacársela -estira una mano-. Muñequitalinda se inclina, hace el esfuerzo por estirarse y alcanza a rozar el cierre del pantalón del muchacho que la mira y me mira. Ella roza, acaricia apenas, él la mira, la desea. Muñequitalinda enciende su pecho, sus manos, su vientre, sus piernas, perturba su pelvis, él la levanta, le saca el vestido de blondas y encajes, delicadamente, la toma de la cintura, la hace girar, danza con ella.
Llora un bolero en la radio, aúlla como un lobo enamorado a la luna que se asoma por la alta ventana que llega hasta un cielo raso. Muñequitalinda titila, centella en su pecho, en sus dedos, en su pelvis, en su vientre. Su morosa incandescencia se ha esparcido por todo su cuerpo, ha encarnecido la pálida materia, y danza, danza ensoñadora, acariciadora, pletórica, llevada por el muchacho que la toma de la cintura, que aprieta su pecho al de ella, que la hace girar, que la acomoda en el sillón; que saca un frasco y vacía un poco del contenido, que se frota las manos, que le unta en el cuello, en las piernas, en la aureola infantil de los senos, en la ausencia del sexo, que la huele con fruición y la desnuda por completo. La viste de un baby-doll, la levanta y baila con ella el bolero que aúlla a la luna el amor imposible.
Shirley Castañeda
Editora de la revista Mutantres
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