Hey Susan
Hey Joe, where you goin' with that gun of your hand?
I'm goin' down to shoot my old lady. You know i caught her messin' 'round with another man.
Hey Joe / Jimi Hendrix
Al colgar el auricular del teléfono público lo supo. Mataría a ese cabrón. No sería difícil, lo venía pensando desde hace mucho tiempo, muchísimo tal vez. Lo tenía todo pensado. El tiiiiii del teléfono le confesó, con rapidez, precisión y exactitud, que debía matarlo. Qué hará este imbécil que no me contesta, por qué se esconde en ese silencio cómplice de celular que timbra y timbra hasta casi reventarlo. A estas horas estaría en el mercado trabajando, descargando las verduras del camión al puesto. Podría contestar el teléfono, tranquilamente podría hacerlo; no quiere hacerlo, me ignora. O esconde algo. Mataré a ese cabrón.
Debería, por el contrario, no hacerlo. Debería evitar ese facilismo de la ventilación gratuita de mis emociones, de la transparencia fácil. Anoche me visitó X y estuve tentado muchas veces, casi por el discurrir natural de nuestros diálogos, a saltar esa valla y largarme a contar esas contradicciones que me afectan; sin embargo, no lo hice. Sí, le comenté brevemente lo mal que me sentí la noche pasada después del chifa, lo relacioné con la ansiedad en un principio, pero en realidad es una constante y galopante depresión. Esto es un asco. Tal vez si poco a poco aprendiera a dosificar esas energías neuróticas y depresivas, hacerlas más inteligentes, filtrarlas mejor; tal vez ayude. Tengo que aprender a eyacular toda esta insatisfacción, toda esta mierda de vida que flota como mojones sobre el mar que es un cielo gris. Mis mojones son estrellitas del firmamento en una noche oscura.
El marido de Susan llega siempre hacia las dos de tarde, después de su trabajo en el mercado, a almorzar y descansar toda la tarde. En la noche sale con los amigos al bar de siempre. Al bar maloliente de siempre. Susan prepara la sopa con premura, casi dan las dos. La sopa de pollo y verduras con suficiente matarratas como para matar a todos los roedores del mercado. Bien disimulado, claro está, con abundante orégano y fideos cabellos de ángel. Susan mezcla el matarratas y el caldo con precisión, mira el reloj alternadamente, y piensa calmadamente que por qué no contesta el celular, por qué, por qué, es tan sencillo contestar el celular, siempre lo lleva bajo la correa, no cuesta nada, es fácil, por qué, por qué.
La agitación mental puede ser literatura, el problema es que me falta talento, disciplina e inteligencia. Oh, dios, ¿qué tengo en consecuencia? Algo de intuición, mucha superstición y estoy lleno de semen imaginativo. Agitar mis neuronas y eyacular todo. Ser feliz. Me falta alguna suerte de orden literario, un conjunto de razones para ordenar esa avalancha de ideas que tengo. ¿Hacer literatura del caos? Es tentador, provocar neurosis más fuertes. A la mierda todo, que vengas las cien mil putas a devorarse todo.
El marido de Susan cae al suelo y convulsiona. Ella lo mira sin miedo, ni rencor, lo mira con distancia, una mirada científica sería exagerado decir, porque ella tiene los ojos tristes y el cabello muy sucio y alborotado. El marido trata de gritar y no puede, sus músculos flaquean, sus nervios se entorpecen, tiene la mirada de espanto. Sabe que va a morir. Quiere tomarla de la pierna a Susan, ella se levanta y se va. Cierra la puerta desde afuera con candado.
A veces no quisiera conocer a nadie, a veces no quisiera saber de nadie, a veces quisiera que nada exista, a veces quisiera no existir, a veces la vida que pasa frente a mis ojos se me escapa como agua entre mis manos y al instante, me pregunto, ¿por qué tendrías que aprehenderlo todo? Pregunta absurda y respuesta, si la hubiere, doblemente absurda. ¿Qué pretendes entonces?
Susan está en el bar ahora, en el bar maloliente, en el que su marido pasa tantas noches con sus amigos. Puede reconocerlos a todos ahí: está tal y tal, él y aquel. Los mira con atención, es su tercera cerveza, la bebe despacio y siente que se ha perdido de algo, que ese amargo sabor no es tan amargo y esa espuma no es tan babosa. Mira los gestos de los amigos de su marido, les mira las manos, esos bigotitos mal afeitados, esas uñas llenas de mugre, algunas piernas vigorosas, la entrepierna y los ojos. Los oye decir las mismas estupideces de los borrachos de siempre, las mismas groserías de siempre. Bebe su cuarta cerveza.
Nadie puede rescatarme porque tendría que reconocer, primero, al salvavidas, y no lo reconozco, no lo puedo objetivizar. No puedo reconocer nada ontológicamente. Ya sé que no hay salvavidas ontológico. ¿El arte? ¿La artificialeza? Ubicuidad, señores, ubicuidad. Un hoyo negro metafísico, una barca de aire en mares de arena, una luz oscura de tanto brillar, un frío que quema, una chispa de oro fulgurante pero pálida. ¿Poesía? Amor, amar, luchar, perder, siempre perder, luz final, amor, muerte.
Susan se siente etérea, inmaculada como esas fotos donde aparece la Virgen María, después de su tercera línea de coca y no sé cuántas cervezas que toma con Lucho ahora. Tiene bonita la sonrisa, piensa. También la camisa. Él habla del trabajo, en su calidad del líder sindical de trabajadores del Mercado Mayorista Número 1, de los derechos que se tienen que respetar y que la municipalidad quiere arrebatárselos en un acto de discriminación social, habla de la organización, de los precios del pescado y otras cosas que Susan ya no oye, porque las vírgenes marías no tienen oídos, ni ánimos para escuchar discursos de Luchas de Clase. Lucho le toca la pierna izquierda. Mejor así. Se deja tocar y manosear, Lucho es rápido y hábil. Se deja besar, Lucho tiene el aliento de líder sindical y besa mordiendo el labio inferior. Susan se siente bien con otra raya de coca, los millones de cerveza, la mano mañosa y los besos de Lucho. Susan se siente feliz.
Lo mismo pienso de la literatura: Salvación. ¿Estoy ahogado? Sí, de muchas maneras estoy ahogado. ¿Necesito un psicólogo? No. ¿Alguien puede ayudarme? Ni la chica que amo, ni la literatura, ni el extraterrestre verde. Sin embargo, me cuesta escribir esto, creo que señalan un camino, trazan una ruta paralela, o de apoyo. Es una manera de aguantar. Aquí hay varias cosas, varias. Primero: tú te crees Dios. Segundo: tú no eres Dios. Tercero: Eres una contradicción. Otra vez: Primero: tú te crees Dios. Segundo: tienes un problema de tipo sociópata. Tercero: eres frágil. Vamos otra vez: Primero tú te sigues creyendo Dios. Segundo: tu condición de sabedor de alguna miserable verdad te sepulta en la mayor de las soledades. Tercero: no tienes el rigor intelectual para entender esto, aunque sospechas que el entendimiento tampoco te llevará a un proceso, digamos, tranquilizador, consecuente, bueno. Eres incapaz de inventarte una ética de salvación. Finalmente: buscas pero niegas la búsqueda y te entrampas. Todo te hace buscar la soledad pero ansías el calor de la comunión, tienes aspiraciones intelectuales pero lo intelectual te apesta por sonar muy snob, la profundidad es grande y te asusta, no tienes talento y no serías Pizarnik, y tus clonazepán te producen gastritis cada vez más duras, te golpeas contra el cemento todos los días y eres un cínico de mierda. Sospechas que el cinismo también es una forma de comunicación, y piensas que es la única manera que has encontrado de sobrevivir.
Susan bebe ahora con Pedro algo parecido al ron pero que sabe a maracuyá. Es el líquido del amor, le dice Pedro pícaro. Pedro también trabaja en el mercado, es guachimán de los puestos de pollo y carnes. Su cuarto tiene paredes celestes y decorado con fotos de chicas de enormes potos. Él le cuenta que toda su vida ha vivido en el mercado, que su padre lo engendró entre sacos de papa y que su madre vendía anticuchos en la puerta 3 del mercado. No sabe nada de ellos, de su padre nunca supo nada. Susan piensa que el amor tiene otras formas y que ella no tiene hijos porque son siempre incómodos. La cama cruje con cada movimiento, Susan se ha levantado la falda gris y tiene una teta fuera del sostén. Susan no siente placer y sólo un poco de mareos y ese olor a maracuyá. El olor del líquido del amor, piensa. Pedro no tarda mucho y gime como un loco. Mucho escándalo. El sonido del amor, piensa Susan.
Hay días que pienso que lo que me rodea es insuficiente para sentirme bien, que hay una carencia natural en las cosas, una incapacidad ver lo que podría ser sencillamente bonito. Pero, ¿qué es lo que está mal? ¿El que ve o lo que se ve? ¿Qué, sujeto u objeto? La vida siempre es la misma, las manías, los cerros, los gemidos, ¿el aire… entonces? Por qué ubicarse en un estado de casi calefacción, de otredad innecesaria, de lamentos vacíos y huecos. Nada. Literatura.
Susan camina hacia su casa, lleva las llaves en el bolsillo y un aliento de los mil demonios. Es de noche y piensa que el cielo nunca estuvo tan negro como hoy y que la luna es un ojo gigante que la observa y guía su ruta. Susan camina despacio, sin prisa, le duele un poco la cabeza y le pica la nariz. También se siente un poco sucia. Su casa no queda lejos, toma la ruta larga, algo que no se explica hace demorar sus pasos. No puede evitar pensar ahora en su marido.
¿Cómo inoportunar la única oportunidad que tienes de ser tú mismo? Y, por lo tanto, producto de ese intento, de ese brillo de oportunidad, ser feliz. ¿Dónde queda ese estado en el que ciertas emociones se juntan, en un abrir y cerrar de ojos, y es todo maravilloso? ¿En un viaje fortuito e improvisado a una ciudad perdida entre cerros, con personas maravillosas y un pueblo silente? Tal vez no se necesite demasiados brillos intelectuales para llegar a ese lugar que, quién sabe, está a la vuelta de la esquina. Justo detrás de donde crees que comienza el problema, la solución asoma dando chispazos de inobjetable verdad pura. Como estarse semi ebrio en una piscina entre dos cerros verdes, leyendo desganadamente un libro de poesía inglesa, viendo interactuar a personas, que podría ser una o un millón, asumiendo la realidad con otros ojos.
Sin esfuerzo Susan abre el candado y encuentra todas las cosas rotas y tiradas en el suelo. Es un caos. Busca a su marido con la mirada, sus ojos nunca fueron tan tristes, están además, vidriosos. Creo que estoy mareada, piensa. El marido está en una posición agonizante e inhumana sobre un mar de vómito. Toda la cama está inundada de vómito. Vómito rojo, azul y amarillo. Vómito enorme. El marido se mueve un poquito, débilmente, como pidiendo permiso para moverse, como si fuera un atentado mover un músculo. Susan, recobra compostura y dignidad, se sujeta el cabello y coge unos medias grandes para ahorcarlo. Sentada sobre su pecho, enrolla el cuello de su casi difunto marido con unas medias celestes y lo ahorca con fuerza. El marido parece recobrar fuerza y trata de zafarse; no puede, está muy débil. Susan se esfuerza por hacerlo bien pero las medias no lo ayudan, se rompen. Sale de la habitación, que tiene muy mal olor; en realidad, nunca tuvo buena ventilación. En el patio, sin mucho esfuerzo, encuentra unos cables de luz y vuelve a la habitación; está vez será definitivo, piensa, y recuerda a Pedro diciéndole el líquido del amor. El amor.
Vayamos a lo concreto: La Otredad. Lugar: Sitio hipersensible donde habita lo voraz inmediato y eterno. Fecha: Siempre. Personajes: Dos fulanos conversando sobre cómo beberse la luz como a una cerveza espumante, citándose a sí mismos en libros escritos por ellos mismos con un ego desdeñoso. Camino a seguir: Úsese su cerebro, lento lentísimo y acérquese a un árbol con los brazos abiertos y beba de la savia del espanto.
Los cables de luz le cortan las manos del esfuerzo, por cada apretón más fuerte más parece crecer la fuerza resucitadora de su marido. Se aleja, va a la cocina. Piensa. Recuerda los cuchillos de su madre, degolladora de cerdos en el camal, y casi sonríe, sin dejar de tener esos ojos tristísimos. Ajá. Apuñala a su marido con facilidad, los cuchillos no han perdido su filo, el truco es conservarlos en papel periódico. Lo apuñala en la panza, del lado del hígado, en las piernas y esto produce un sangrado abundante, también en el pecho y esto es un poco difícil. Mientras apuñala con facilidad, sin rabia y casi con desgano a su marido, Susan piensa que está penetrando a su marido con un pene filudo y hermoso, un pene brillante, un pene que hace nuevos orificios, nuevas vaginas, el pene iniciador.
Inventar e inventar. Siempre inventar. Inventarlo todo, la vida, el inicio, el final, el fin de semana predecible, inventar con mucho amor y con el Gran Desgano. Inventarse a uno mismo como una mosca alada robándose la miel de las abejas. Haciéndole el amor al aire como un respiro y gemido, como un exhalo, uno, dos, tres, continuar. Inventar a los libros en cada comentario, reinventar los comentarios por cada libro leído. Beber la sangre de las víboras, intoxicarse de todas las sustancias malqueridas. Morirse nunca en unos brazos y siempre en el amor.
El marido está completamente tieso y la sangre se ha confundido con el vómito multicolor. Corre las frazadas, hace un espacio, Susan se acomoda en la cama, cierra sus tristes ojos pensado que tiene que ir temprano al mercado y que su marido tiene un bonito nombre: Miguel.
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